Para recibirlos, se prepara el tradicional altar de muertos, mejor conocido como “ofrenda” en donde se colocan elementos muy representativos que la conforman, como el pan de muerto, las flores de cempasúchil, calaveritas de azúcar y chocolate, incienso, papel picado, retratos de los difuntos y platillos que estos disfrutaban en vida.
De acuerdo con esta tradición, las almas de los difuntos, guiados por el aroma de la flor de cempasúchil, regresan a la tierra a visitar los altares que sus familiares y amigos ponen para ellos, y así en la noche del 2 de noviembre, estos se llevan la esencia y los sabores de aquello colocado en la ofrenda.
Así ellos aún en muerte, podrían seguir disfrutando de los placeres de este mundo.
Esta bella tradición llena de colores, amor, música, fiesta y recuerdos, ha existido desde épocas prehispánicas, y aunque en aquellos tiempos no tenía el mismo sentido y significado que tiene ahora, se puede ver la raíz y la importancia que nuestra cultura ha dado a la muerte.
Un ejemplo muy claro eran las ofrendas que hacían hacia los difuntos, pues creían que debían dejar cosas que pudieran necesitar en su viaje por el inframundo, custodiado por Mictlantecuhtli. Sin embargo, a raíz de la colonización española y el proceso de evangelización que trajeron consigo, se comenzó a mezclar poco a poco el pensamiento religioso de ambas culturas, resultando en un sincretismo en el cual había evidentes elementos de las creencias de ambos.